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La mística es la gran situación límite del lenguaje. La tensión depositada sobre él es inmensa, y si pretende soportarla, la linealidad racional de su uso corriente no le basta. Para no traicionar la complejidad mística, el lenguaje se ve abocado a la paradoja, a la antítesis, a formas verbales que, en vez de resolver una tensión, la hagan vibrar. De ahí las más famosas fórmulas místicas, el «vivo sin vivir en mí», «muero porque no muero» de Teresa de Ávila, o el «no saber sabiendo» de Juan de la Cruz.
La dolorosa contradicción del místico es intentar reducir a lenguaje lo que sabe que es irreductible. El fracaso, sin embargo, no es completo. No puede transmitirnos su experiencia como si se tratara de un teorema, pero sí nos permite vislumbrarla. El trabajo, después, ha de ser individual, callado, interior.